“¿Dónde está la indignación?” Esa era la consigna de un panel auspiciado noches atrás en Manhattan por el Proyecto para la Organización de la Reforma Policial. El tema en cuestión era cómo poner en vereda al Departamento de Policía de Nueva York (NYPD, según sus iniciales en inglés), convertido hoy en sinónimo de mala praxis, desde el racismo de los cacheos callejeros hasta el asesinato. En efecto: en una sola semana en febrero, tres sospechosos murieron a causa de heridas de armas de fuego disparadas por policías. Entre ellos, un joven de 18 años, Ramarley Graham, baleado en el baño de su casa en el Bronx.
Pero otro ha sido el escándalo que inspiró los recientes (y largamente ignorados) pedidos de renuncia del Comisionado de Policía Raymond Kelly: el descontrolado espionaje a la comunidad musulmana local, revelado el pasado otoño boreal por Associated Press (AP). Según esta agencia de noticias, dicha comunidad ha sido durante años blanco de las denominadas “unidades demográficas”, grupos de policías encubiertos encargados de monitorear mezquitas, restaurantes y sitios de encuentro en Internet. El Departamento no sólo ha espiado a algunos de sus propios colaboradores; el mismo Kelly acaba de admitir –después de haberlo negado tajantemente– su participación en el film de propaganda La Tercera Jihad, destinado a sembrar miedo en la población por una supuesta amenaza islamista.
AP tiró luego otra bomba: además de haber infiltrado a la comunidad musulmana con distinta clase de informantes, el Departamento había extendido sus investigaciones más allá de los límites de la ciudad y del estado. Se supo así que la policía neoyorquina tenía registros de organizaciones estudiantiles desperdigadas por todo el Noreste del país: más de una docena de universidades, incluyendo Yale, Pennsylvania y Rutgers, habían sido infiltradas. Hasta una (ahora famosa) expedición de rafting emprendida por un grupo de estudiantes del City College de la universidad de Nueva York había sido objeto de espionaje por un agente autodenominado “Jibrán”. Este celoso agente tomó notas sobre los temas de conversación de los jóvenes, sobre sus comidas, y sobre la cantidad de veces que rezaban.
Algunas de las revelaciones son realmente chocantes –por ejemplo, entre los blancos de vigilancia había una escuela elemental ubicada dentro de una casa en Newark–, pero en general se trata de la expresión de actitudes bien conocidas. En 2007, la policía de Nueva York publicó un informe de 92 páginas titulado La Radicalización en Occidente, en el cual se afirma que estadounidenses musulmanes están siendo reclutados para la jihad en “incubadoras de radicalización” tales como “cafés, lugares de encuentro de conductores de taxis, prisiones, organizaciones estudiantiles, organizaciones no gubernamentales, bares de hookah (pipas de agua), carnicerías y librerías”. Estos hombres “parecen, actúan, hablan y caminan como cualquier otro”, dice el informe, pero en realidad están “lentamente construyendo la mentalidad, la intención y el compromiso hacia la jihad” (el rafting es una de las actividades a ser monitoreadas).
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Este informe es producto de un Departamento de Policía que durante la década posterior al 9/11 se convirtió en una imponente fuerza de contraterrorismo, una fuerza mayormente libre de controles y equipada con medios de vigilancia de alta tecnología, desde cámaras a detectores de radiación. Sin olvidar el apoyo de la CIA, que, como señalaba hace poco AP, tiene “prohibido espiar a los estadounidenses pero fue instrumental en la transformación de la unidad de inteligencia del Departamento”. Como dijo Kelly el año pasado a Scott Pelley, conductor del show de TV 60 Minutes: “Mi idea era que debíamos tener nuestra propia división de contraterrorismo, y de hecho pudimos concretarla bastante rápido gracias a que ésta es una organización jerárquica.”
– En otras palabras –dice Pelley-, usted es el jefe.
– Así es, contestó Kelly.
En la misma entrevista, Kelly alardeó con que el Departamento cuenta con los medios necesarios como para derribar un avión. El alcalde Bloomberg agregó luego que la fuerza “tiene muchos recursos que la gente desconoce, y que seguirá desconociendo”.
Lo que sí sabemos es que la Casa Blanca pagó al menos una parte el esquema de espionaje de la Policía de Nueva York con fondos destinados a la lucha contra las drogas. Desde el 11 de septiembre de 2001, el programa Área de Alta Intensidad de Tráfico de Drogas (HIDTA, por sus iniciales en inglés), supervisado por el director Nacional de Políticas de Control de Drogas – el “Zar de las Drogas”- destinó $135 millones a los estados de Nueva York y Nueva Jersey. No está claro cuánto de ese dinero se fue en vigilancia, pero una porción se usó para comprar automóviles y computadoras de la división de inteligencia del Departamento. Que el HIDTA se preste a abusos no debería sorprendernos: éste es el mismo programa que entre 2005 y 2006 permitió que la policía de Maryland se infiltrara en grupos anti-guerra y anti-pena de muerte y que más tarde agregara nombres de activistas de esos grupos a una base de datos de posibles terroristas.
En su testimonio ante el Comité de Asignación de Fondos de la Cámara de Representantes, el pasado 28 de febrero, el Fiscal General Eric Holder respondió con cautela a las preguntas sobre el programa de espionaje. Dijo que actualmente el Departamento de Policía de Nueva York no está siendo investigado y que el Comisionado Kelly es “un amigo”. Pero también señaló que la División de Derechos Civiles del Departamento de Justicia de Estados Unidos ha iniciado unas 18 investigaciones sobre potenciales abusos en departamentos de policía de todo el país.
“Ya verá usted como un montón le gente le pedirá que se involucre en el tema”, le dijo a Holder el congresista José Serrano. Desde que el programa de vigilancia salió a la luz, al menos 34 representantes han reclamado al Departamento de Justicia que investigue la colusión entre el Departamento de Policía de Nueva York y la CIA. El congresista por Nueva Jersey Rush Holt ha sido particularmente notorio en este sentido. La ACLU (American Civil Liberties Union) y el Council on American-Islamic Relations han también pedido una investigación.
Hasta ahora, la Casa Blanca se ha mantenido en silencio. Según Associated Press, la sede del Ejecutivo ha aducido que “no tiene control ni opinión” sobre el programa HIDTA, o sobre su derivación en el espionaje a ciudadanos musulmanes. Tampoco el Congreso, que es quien aprueba los fondos, tiene nada que decir.
Entonces, ¿dónde está la indignación? Fuera de Washington hay bastante, particularmente en los campus universitarios y en las comunidades afectadas, en donde las revelaciones de espionaje cayeron como un baldazo de agua fría. Esta indignación debe canalizarse en un activismo que ejerza su presión no sólo sobre la Administración Obama sino también sobre las autoridades locales en cuya jurisdicción han ocurrido –y tal vez sigan ocurriendo- estas violaciones. De las respuestas que estos funcionarios electos den se desprenderá si el compromiso que han asumido para la protección del país se extiende también a la protección que sus habitantes –todos sus habitantes- deben tener a no ser considerados sospechosos por el mero hecho de su condición étnica o su fe.
Traducción al español por Claudio Iván Remeseira.