La lógica corruptora de la “guerra contra el terror” induce a líderes moralmente responsables a dejar de lado la moral y hacer cosas abominables. Esto explica el descenso de la Adminstración Obama en el infierno del asesinato de sospechosos de terrorismo por medio de vehículos aéreos no tripulados, o drones. La imagen del presidente analizando perfiles de potenciales blancos como si se tratara de fichajes de baseball, tal como describe la impactante nota de Jo Becker y Scott Shane en el New York Times, dejará sin duda satisfechos a los funcionarios que filtraron la información a la prensa con el objetivo de investir a Barack Obama con el manto de “Guerrero en Jefe” en un año electoral. Pero para aquellos que se preocupan por la protección de las libertades civiles y el cumplimiento de la ley, esa imagen y las acciones cifradas en ella son profundamente perturbadoras.
El uso de drones no sólo infringe la soberanía de otras naciones; los asesinatos violan leyes sancionadas en EE.UU en la década de 1970 como respuesta a los escándalos criminales en los que la CIA había estado involucrada durante años. Los detalles conocidos hasta ahora sobre el programa de asesinatos de Obama confirman que la autorización sancionada en 2001 por el Congreso para el uso de fuerza militar fue, en palabras de Barbara Lee –la única integrante de la Cámara de Representantes que votó en contra de esa autorización— el acta fundacional de una desastrosa política de “guerra sin fin ni fronteras que amenaza con extender indefinidamente la presencia militar de EE.UU en el mundo”.
Al convertir al Poder Ejecutivo en juez, jurado y verdugo, el programa de ejecuciones evade la revisión judicial e ignora las reglas de debido proceso. Más aún: los ataques “firmados” que describe el artículo del Times, en los cuales individuos anónimos son asesinados en base a meros patrones de conducta, constituyen una flagrante violación del habeas corpus. De acuerdo con el Centro por los Derechos Constitucionales, la mayoría de los ataques que tienen hoy lugar en Paquistán son de este tipo; recientemente, la Administración aprobó también su uso en Yemen.
Uno de los aspectos más oscuros de esta historia es el método empleado por el gobierno para contabilizar las víctimas civiles de sus acciones militares. La CIA da por sentado que todo varón en edad de portar armas que se encuentre en la proximidad de un sospechoso de terrorismo es también un militante. Fue así que en agosto del año pasado el jefe de contraterrorismo John Brennan pudo afirmar sin sonrojarse que ningún civil había muerto en ataques estadounidenses realizados fuera de Afganistán e Iraq en más de un año. Esta declaración fue recibida con incredulidad y furia en Pakistán, en donde hay testigos que dan cuenta de cientos de víctimas civiles.
En lugares problemáticos como Yemen y Pakistán, los ataques con drones sólo sirven para generar más odio anti-norteamericano (ver Jeremy Scahill: “Objetivo: Yemen”, Marzo 5, 2012). No se entiende, entonces, cómo es que están mejorando la seguridad de los estadounidenses, cuando por cada una de esas muertes surgen una o más personas dispuestas a tomar el lugar del caído. Esta política no garantiza la seguridad nacional; por el contrario, es la receta para una guerra infinita que consumirá nuestra fibra moral y pondrá en peligro nuestras más caras libertades.
Al descorrer el velo sobre decisiones que la Administración mantenía fuera del escrutinio público y del alcance de la justicia mediante su invocación al privilegio de los secretos de Estado, las recientes revelaciones han puesto de relieve los peligros del secretismo oficial. La demanda de transparencia sigue siendo una prioridad; pero con lo que sabemos hasta ahora alcanza para afirmar que al continuar y expandir la “guerra contra el terror” de George W. Bush, el presidente Obama erosionó aún más las restricciones legales construidas durante décadas contra los excesos del poder ejecutivo. Para aquellos que creían que Barack Obama restauraría la majestad de la ley luego de la presidencia imperial de Bush, estas revelaciones no podrían ser más devastadoras. Los liberales le hicieron un escándalo a Bush por sus abusos. Ahora no pueden callarse.
Traducción al español por Claudio Iván Remeseira.
The Editors