¿Porqué me tomo siquiera el trabajo de escribir acerca del control de armas? Esta iba a ser la frase de apertura de mi columna sobre la masacre del cine de Aurora, Colorado, en la que 12 personas fueron asesinadas y otras 58 heridas, algunas gravemente, por el demencial estudiante de neurociencias James Holmes. Pero entonces ocurrió la masacre del templo sikh de Oak Creek, Wisconsin: seis muertos y tres heridos por Wade Michael Page, un racista blanco de 40 años de edad, líder de una banda de rock pesado llamada “End Apathy” (Terminen con la apatía). Aún después de este horrible crimen, que el FBI calificó como “terrorsimo doméstico”, el comienzo de mi columna es el mismo: ¿para qué me molesto en escribir sobre este tema? ¿Para terminar con la apatía? Qué va. Si el horrible ataque de Jared Loughner, otro demente hiper-armado, contra la congresista Gabrielle Giffords no llegó a conmover ni a los colegas de ésta en el Capitolio ni a sus electores, nada los conmoverá.
¿Se acuerdan de la Marcha del Millón de Mamás? En mayo de 2000, 750,000 mujeres se reunieron en el National Mall de Washington para reclamar por lo que suele llamarse controles “razonables”, tales como el chequeo de antecedentes de los asistentes a exhibiciones de armas y el registro de armas personales (controles “irrazonables”, por el contrario, serían la prohibición de vender armas diseñadas para matar gente, como las pistolas y las AK-47, o de adquirir 6,000 cartuchos de municiones en Internet). Esas mujeres podrían juntarse hoy en el Mall y cantar “¿Adónde han ido a parar las flores?”
Aquella marcha estuvo informalmente ligada a la campaña de Al Gore. Pero la del año 2000 fue la última contienda electoral (Gore-Bush) en la cual los demócratas pensaron que podían ganar votos invocando el control de armas; a partir de la (digamos) derrota de Gore, le han venido escapando al tema. Para líderes partidarios como Howard Dean (quien, para sorpresa de muchos, no es precisamente un amigo del control de armas) o Chuck Schumer, el discurso de las restricciones a la propiedad de armas de fuego interfería con la estrategia del partido de presentar en estados “colorados” candidatos identificados con el machismo armamentista, como los senadores Jon Tester y Jim Webb y el gobernador de Montana Brian Schweitzer, o la jauría de “perros azules” conservadores que brevemente engrosó las filas demócratas en el congreso.
Así es como llegamos al día de hoy. Apenas unas horas después de la masacre del templo sikh, Nancy Pelosi dijo que estaba “devastada” por el hecho pero que no preveía ninguna acción especial por parte del Congreso. “Sencillamente no tenemos los votos necesarios”, se lamentó. Y reconoció que este podría ser también el caso en un congreso dominado por los demócratas, “porque para revertir esta situación hacen falta muchos votos”. Y después de la masacre de Aurora, el vocero presidencial Jay Carney enfatizó que las armas debían controlarse dentro del “contexto legal vigente”, algo nada fácil de lograr, dadas las recientes decisiones de la Corte Suprema ratificando el derecho a portar armas. El único demócrata en la escena política nacional que no ha bajado los brazos es el senador Frank Lautenberg, quien recientemente presentó un proyecto de ley prohibiendo la venta online de municiones y se negó a retirar su enmienda al proyecto de ley de ciberseguridad, una cláusula que prohíbe la venta de cargadores de alta capacidad. Pero Lautenberg tiene 88 años.
Ante la falta de liderazgo a nivel nacional, algunos jefes de policía y alcaldes de grandes ciudades como Michael Bloomberg han salido al ruedo. Pero sin el apoyo de la conducción de los dos grandes partidos o de un movimiento de base masivo—sin mencionar la falta de fondos con los cuales contrarrestar los abultados cofres de la NRA—, es muy poco lo que se puede hacer. En 2011, de acuerdo con Gallup, sólo el 26 por ciento de los estadounidenses estaba a favor de prohibir las armas personales, comparado con el 60 por ciento que se oponía en el lejanísimo 1959 (otras encuestas muestran al país dividido por mitades más o menos iguales, sin que las recientes matanzas hayan provocado ningún cambio sustantivo). La membrecía del NRA ha venido incrementándose durante años, hasta llegar a los actuales 4.3 millones. ¿Qué decir entonces de las 30,000 muertes y 70,000 personas heridas por armas de fuego y los casi 20 asesinatos masivos que se producen cada año? ¿O de la estadística que arroja 90 armas por cada 100 habitantes en Estados Unidos? Sin duda, son temas para auto-flagelarse en público, como el sexting, la obesidad y las bolsas de plástico, pero no pasan de ahí: una locura americana más.
¿Porqué ocurre esto? Una probable razón es que las armas de fuego se han convertido en el emblema de la creciente paranoia de muchos hombres blancos de derecha (las damas pueden portar una pistola en su cartera, pero una AK-47 es cosa de machos). Dato: la venta de armas creció luego del triunfo de Obama (“¡Atención! ¡El Comunista-Musulmán Kenyano viene por nuestras armas!”) En el programa de Diane Rhem en NPR, el director de asuntos nacionales de Gun Owners of America, John Velleco, defendió la idea de que alguien pueda querer tener un arsenal de guerra en el sótano de su casa para defenderse de los vecinos—para defenderse, digamos, por si quieren invadirle el backyard.
Una de las justificaciones más estúpidas para la acumulación de estos arsenales es la fantasía de tener con qué resistir un ataque del gobierno en caso de que éste se convierta en una tiranía. Esto es casi tan ridículo como suponer que si todos lleváramos un arma encima, el mundo sería un lugar más seguro. Nada habría hecho más completa la pesadilla de los espectadores del cine de Aurora que decenas de personas disparando sus armas en una sala a oscuras.
El problema es que tanto en ésta como en muchas otras causas conservadoras (el movimiento contra el aborto, el Tea Party, Ron Paul), los defensores del “derecho a portar armas” ganan por la intensidad y el foco (o necedad) con el que discuten. Nosotros tenemos sentido común, pero ellos tienen una narrativa maestra, que incluye el rechazo paranoico a toda persona con turbante—aunque se trate de gente demasiado ignorante como para diferenciar a un sikh de un musulmán (esto, por cierto, no quiere decir que el ataque de Page habría sido más “entendible” si hubiera tenido como blanco a los asistentes a una mezquita.)
El fanático de armas promedio difícilmente se convierta en el próximo Holmes, Loughner o Page; para cometer un asesinato masivo hay que estar mentalmente enfermo. Pero sin un arma en la mano, sería muy difícil matar o herir a una multitud. Los defensores de las armas invierten una enorme energía argumental para desacreditar este punto básico. Y a juzgar por la depresión y el desánimo de los defensores del control de armas, han triunfado.
Traducción al español de Claudio Iván Remeseira.
Katha PollittTwitterKatha Pollitt is a columnist for The Nation.