En su libro Los derechos del pueblo (2011), David Shipler describe a North East Washington, DC, un distrito de la capital ubicado a pocas cuadras de distancia de la Corte Suprema, como “otro país”, porque los jóvenes negros que viven allí son sometidos rutinariamente a controles policiales que en otras partes de la nación serían rechazados como ajenos a la tradición legal de EE.UU. Shipler recorrió el distrito junto con oficiales de la policía local y fue testigo de cómo éstos detenían y cachaban a los jóvenes sin que en muchos casos mediara la menor sospecha. Lo más notable fue comprobar cómo esos jóvenes habían llegado a aceptar dicho tratamiento humillante como una parte normal de sus vidas.
Si North East Washington es otro país, los barrios pobres de Nueva York son otro planeta. En ellos, la práctica de detenciones y cacheo ha alcanzado niveles sin precedente. Entre 1990 y 1995, el Departamento de Policía de la ciudad (NYPD) realizó 40,000 de esos controles por año; en 2011, el número trepó a más de 684,000. De acuerdo con la Unión de Libertades Civiles de Nueva York, el mayor número de personas afectadas son jóvenes negros y latinos; en conjunto, estos grupos representan 52 por ciento de la población de la ciudad y el 87 por ciento de quienes fueron detenidos y cachados. En 2010, un detallado análisis de seis años de información de la NYPD llevado a cabo por el profesor de la escuela de derecho de la Universidad de Columbia Jeff Fagan, arrojó como resultado que la raza de una persona permite predecir patrones de detención y cacheo aún luego de haber descartado factores tales como la tasa de criminalidad, condiciones sociales y alocación de recursos policiales, y que negros y latinos son detenidos con mayor frecuencia que otros grupos, incluso en zonas predominantemente blancas.
Parte del problema es que la práctica de detención y cacheo se encuentra por lo general fuera de toda supervisión judicial. Para arrestar a una persona, la policía debe contar con la orden de un juez –que debe a su vez invocar una causa probable de crimen—, o debe estar en condiciones de demostrar ante un juez, dentro de las 48 horas siguientes al arresto, que éste se basó en una causa probable de crimen. En otras palabras: la policía sabe que debe justificar con hechos concretos ante un juez todos los arrestos que realice. Este punto es clave para la subsistencia de nuestras libertades.
En teoría, las detenciones y cacheos, como cualquier arresto, están regulados por la constitución. En 1968, la Corte Suprema dictaminó que antes de detener a una persona, la policía debe tener evidencia objetiva de la existencia de una “duda razonable” de actividad criminal, y que antes de proceder a cachar a dicha persona debe tener un temor fundado en evidencia a que pueda estar armada. El segundo estándar es menos exigente que el primero, y más exigente que la mera presunción: tiene que ser una sospecha basada en datos objetivos y definibles, no en estereotipos raciales.
En la práctica, sin embargo, la vasta mayoría de las detenciones y cacheos no llegan jamás a una corte, sencillamente porque la mayoría de esas detenciones no termina en arresto, y por lo tanto no corresponde que los jueces se ocupen de ellas. No debería sorprender que la policía se pase de la raya cuando sabe que no está siendo observada; lo haría cualquiera. Fagan descubrió que alrededor de una tercera parte de las detenciones realizadas durante su período de estudio no fueron constitucionales, o que la policía careció de suficiente información como para determinar que eran detenciones legales.
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La práctica de la detención y el cacheo fue originalmente concebida por la Corte Suprema para interrumpir una actividad criminal en marcha, pero tal parece que la policía de Nueva York la ha estado empleando como estrategia disuasiva. En otras palabras, la NYPD detiene a cientos de miles de ciudadanos por año no porque crea que están cometiendo algún crimen, sino porque considera que el temor a ser cachado hace que uno lo piense dos veces antes de llevar un arma encima (Sólo una de cada 666 detenciones, o el 0.15 por ciento del total de detenciones, incluyó algún arma; la policía arguye que ésto prueba el éxito del programa). O sea, en realidad se trata de un método informal de control de armas. Pero el punto es que aquí, como en tantos otros casos, los mayores perjudicados son negros y latinos.
La policía neoyorquina cita la drástica caída de las tasas de criminalidad en la ciudad como evidencia de que sus tácticas han tenido éxito y han permitido salvar miles de vidas. En efecto, durante las últimas dos décadas Nueva York ha experimentado un notable descenso del crimen violento—mayor que el de cualquier otra gran ciudad de EE.UU-, de modo que algo debe estar haciendo bien. Pero como señala el criminólogo Franklin Zimring en su nuevo libro The City That Became Safe (La ciudad que se volvió segura), no hay ninguna evidencia que permita afirmar que dicho descenso se debe a las detenciones y cacheos y no a la combinación de otros factores, tales como el aumento del personal policial, las mejorías en la supervisión, la focalización de la vigilancia en “zonas calientes”, y el fin de la epidemia del crack.
A pesar de que ningún estudio confirma lo que dice la policía, ésta sigue repitiendo el mismo argumento. Sin embargo, la caída de las tasas de criminalidad de Nueva York comenzó años antes de que empezara a implementarse la política de la detención y el cacheo, de modo qué esta no puede ser la causante de aquella.
En 1987 la Suprema Corte dictaminó que en ausencia de una prueba fehaciente de prejuicio racista, aún la existencia de grandes disparidades raciales en el procedimiento de una fuerza policíaca es insuficiente para determinar que ésta ha negado a un sospechoso el principio de igualdad de protección ante la ley. Desde entonces ha sido prácticamente imposible probar que en casos como éste la policía actúa con racismo. Pero hay dos causas, una impulsada por el Centro de Derechos Constitucionales de Nueva York y la otra por el abogado de derechos civiles David Rudovsky y la ACLU de Filadelfia, que podrían sentar precedente. Estas causas se han focalizado no sólo en las groseras “disparidades raciales” de las detenciones y cacheos llevados a cabo por la policía de ambas ciudades, sino también en la escasa fundamentación constitucional de los mismos. El objetivo es lograr que estas prácticas queden bajo control y supervisión judicial.
En mayo, la jueza federal Hira Scheindlin aceptó el pedido de los querellantes de unificar ambos causas como una denuncia colectiva, o “class action”. En su resolución, la jueza citó repetidamente el informe de Fagan para definir una práctica potencialmente anticonstitucional contra ciudadanos negros y latinos. Luego de conocida esta resolución, el gobernador Andrew Cuomo recomendó la despenalización de la posesión pública de pequeñas cantidades de marihuana, uno de los motivos más frecuentes de las detenciones y los cacheos. La NAACP y otras organizaciones se han movilizado por este tema, convocando a una marcha de silencio en Nueva York para el Día del Padre.
El año pasado, Filadelfia llegó a un acuerdo con ACLU por el cual aceptó que los abogados de los detenidos tengan acceso a toda la documentación de cada detención, y que frases tales como “movimiento furtivo”, “vagancia”, “acción sospechosa” o habitar una zona de “alta criminalidad”, ya no podrán ser usadas para justificar una detención.
Estos juicios apuntan a restablecer el control que faltaba, y cuya presencia es crucial para que la teoría constitucional sea una realidad. Los principios legales no están en discusión: detener a alguien por causa de generalizaciones raciales es una negación del derecho a igual protección ante la ley, y detener a alguien sin tener sospechas fundadas de actividad criminal viola la Cuarta Enmienda. El problema es cómo hacer que estos principios funcionen en un contexto en que la policía está acostumbrada a actuar sin monitoreo superior. Las causas de Nueva York y Filadelfia son un llamado de atención a la policía y a las cortes para que hagan realidad la promesa de igual protección ante la ley para todos.
Traducción al español por Claudio Iván Remeseira.