Una noche fresca, a principios de diciembre, la hija mayor de Amanda Morales se sienta al borde de una litera dentro de una cavernosa y centenaria iglesia neogótica del alto Manhattan. La niña, de cara redonda y tímida, tiene apenas diez años y está escribiendo la historia de su vida.
“Había una vez una niña llamada Dulce. Ella tenía una mamá que iba a ser deportada”, escribe titubeante la estudiante de quinto grado, usando tipografía Script MT en negrita. “Todo por culpa del Sr. Trump”, añade.
Dulce aparta brevemente la laptop de la familia—donada hace apenas unas horas—para recuperar una pelota de su hermanita, Daniela, y devolvérsela a su lloroso hermanito, un bebé llamado David que ha estado retorciéndose a un lado de Dulce. El pequeño cuarto, que es técnicamente la biblioteca de la iglesia, está cubierto por ropa de niños y juguetes.
“¡Prepárate para ducharte!”, exclama Amanda, la madre de Dulce, desde el cuarto contiguo. Está sentada en compañía de uno de los miembros de la congregación, Rosalba, hablando sobre la nueva bolsa de café que trajo su amiga. Amanda casi siempre entretiene visitas a esta hora, en su mayoría mujeres dominicanas que pasan después del trabajo para hacerle compañía durante las largas noches.
Demasiado absorta en su historia como para oír a su madre, Dulce sigue escribiendo. “Entonces, el 17 de agosto”, continúa, “la mamá iba a ir a la ciudad de Nueva York para una vista en el tribunal. Pero no fue, porque la iban a enviar a Guatemala. Así que decidió irse a una iglesia”.
“¡Es hora de bañarse!”, grita nuevamente Amanda. Rosalba entra al cuarto para hacerle cosquillas a David, quien estalla en risitas chillonas. Todo el mundo está en buenos ánimos hoy, después de haber pasado unos días difíciles: Amanda sola en el Día de Acción de Gracias, sus hijos de visita con su padre en Long Island; las niñas navegando torpemente una escuela nueva; la falta de progreso en el caso de inmigración de Amanda; y todos hartos de vivir encerrados en una iglesia durante meses, sin fin a la vista. Horas después, una vez los niños se han quedado dormidos, Amanda admite que, “Es bien fuerte lo que me ha tocado. Yo siento que no sé si voy a poder”.
Pero en este preciso momento, la iglesia se siente menos como una prisión, y más como un refugio. Afuera, el aire corta con su crujiente frío otoñal, pero adentro el ambiente es cómodo y acogedor, y el aire es calentado por el silbido de los radiadores. Daniela, de ocho años de edad, recuesta su ligero cuerpo en la espalda de Amanda mientras le da un masaje en los hombros a su madre. David gatea hasta treparse en el regazo de Amanda y entonces, imitando a su hermana, empieza a masajear la cara de su madre. En un televisor pequeño se ve la telenovela La Tierra Prometida.
“Ay, si cada noche estuviera así”, dice Amanda, suspirando e inclinando su cabeza hacia atrás. “No me sintiera tan estresada”.
Después del masaje, Amanda se prueba en unos pantalones de jean de Dulce y hace como que los modela para entretener a sus hijas. La ducha puede esperar.
Ya van más de cinco meses desde que Amanda Morales y sus tres hijos dejaron atrás su hogar en Long Island para refugiarse en la Iglesia Santa Cruz en Washington Heights, conocida en inglés como Holyrood Church. La mudanza se hizo rápidamente, en cuestión de días, después de que Amanda se enterara de que sería deportada a Guatemala. Mientras ella y sus hijos se dieron a la tarea de trasplantar las raíces de sus vidas—empacando su ropa, sus juguetes y su pez mascota—recibieron ayuda de la Coalición Nuevo Santuario de la Ciudad de Nueva York, una red de congregaciones y activistas de diferentes religiones que ayudan a inmigrantes a resistir procesos de detención y deportación. La coalición consiguió una iglesia donde la familia pudiera vivir. Procuró sacos de dormir y otros artículos de necesidad. Y puso a Amanda en contacto con unos abogados que solicitaron una suspensión de deportación y radicaron una petición para abrir un caso de asilo (ambas cosas fueron denegadas y ahora están siendo apeladas).
Fue un esfuerzo hercúleo, impulsado por la nerviosa energía de la necesidad. Pero, finalmente, una húmeda tarde de verano, Amanda y sus hijos se reunieron dentro del santuario de la iglesia ante a un bombardeo de cámaras y micrófonos—la publicidad, anticipaban los activistas, ayudaría a protegerla de los agentes de inmigración—y así se convirtieron en una de las primeras familias de Nueva York en décadas en buscar refugio en un santuario para eludir la deportación.
“Lo hice por mis hijos”, dice Amanda de sus tres niños, todos nacidos aquí. “No puedo abandonarlos. No puedo separarme de ellos”.
El movimiento santuario empezó en la década de 1980, cuando las iglesias estadounidenses refugiaron a más de medio millón de refugiados que habían escapado de los escuadrones de la muerte, financiados por Estados Unidos, en El Salvador, Guatemala y Honduras. El movimiento volvió a surgir a finales de la administración de George W. Bush, cuando el Congreso no logró aprobar la reforma migratoria prometida y la agencia de Inmigración y Aduanas, mejor conocida como ICE por sus siglas en inglés, redobló sus esfuerzos de deportación. La presunción organizativa, tanto en la década de 1980 como a principios del resurgimiento del movimiento, era que el gobierno federal no arrestaría a nadie dentro de una iglesia—teoría que obtuvo un estímulo oficial en 2011, cuando ICE creó la política de evitar la detención de inmigrantes en lugares de culto y oración, designándolos como “zonas sensibles”.
Ahora, a un año de presidencia de Trump, el movimiento santuario está creciendo rápidamente. Actualmente, se sabe que por lo menos 36 personas están refugiadas en santuarios—es decir, han hecho pública su decisión—en más de dos docenas de ciudades a lo largo de Estados Unidos. Muchas docenas más (quizá cientos, nadie sabe con exactitud) han buscado silenciosamente un poco de seguridad en iglesias a lo largo del país. Algunas, como Amanda, están luchando por eludir la deportación de vuelta a los mismos países centroamericanos donde la guerra regional contra las drogas, dirigida por Estados Unidos, actualmente desata niveles de violencia a la par de los que hubo durante las guerras financiadas por Estados Unidos en la década de 1980.
Pero, a medida que el movimiento santuario crece, la administración de Trump ha incrementado su represión. A principios de enero, uno de los cofundadores de la Coalición Nuevo Santuario de la Ciudad de Nueva York, Jean Montrevil, fue arrestado y deportado a Haití. El director ejecutivo del grupo, Ravi Ragbir, fue detenido y luego puesto en libertad ayer, después de que así lo decidiera el juez. En Colorado, ICE detuvo al esposo de la líder por los derechos de los inmigrantes Ingrid Encalada Latorre, quien ahora también se encuentra en un santuario para evadir su propia deportación.
“ICE nos está atacando a nivel local y nacional”, dijo Encalada Latorre en una reciente llamada de conferencia con los medios de comunicación.
Entre tanto, las iglesias santuario han reportado estar bajo la vigilancia de los agentes federales, y ICE ha comenzado a detener gente en otros lugares designados por el gobierno como “zonas sensibles”, incluyendo escuelas. El 25 de enero, en Nueva Jersey, los agentes de inmigración arrestaron a dos indonesios mientras estos dejaban a sus hijas en la escuela, y un tercer hombre de Nueva Jersey evadió a los agentes de ICE y se escapó a un santuario.
El día en que Ravi Ragbir y el esposo de Ingrid Encalada Latorre fueron detenidos, Amanda estuvo atenta a las noticias, preguntándose, “¿Qué me irá a pasar a mí?”.
La amenaza de detención y deportación acecha a Amanda afuera de las paredes de 103 años de la iglesia episcopal. Pero, aunque la iglesia sea su refugio, es también donde se desata silenciosamente su lucha por protegerse a sí misma y a su familia. Todos los días, Amanda tiene que superar la ansiedad, la tristeza y el pánico provocados por la incertidumbre de su futuro y el confinamiento indefinido y prolongado de su familia. Y, todos los días, Amanda y sus hijos—junto con los miembros y vecinos de la congregación—tienen que forjar un diminuto santuario en medio de un país cada vez más xenofóbico y violento.
Esa primera noche en el santuario, Amanda y los niños durmieron todos juntos en el piso de la biblioteca de la iglesia. Dulce, la hija mayor de Amanda, lloró; el viejo edificio era grande y escalofriante, y ella extrañaba su casa y a su padre, quien se había quedado atrás para conservar su trabajo.
En los días y las semanas siguientes, Amanda y los miembros de la congregación transformaron el espacio, instalando las literas y subiendo los libros de la biblioteca—Los papeles del Pentágono, Los últimos discursos de Malcolm X—a los estantes más altos, para abrir algo de espacio para las pertenencias de la familia. Los voluntarios han suplido la cocina contigua de té y cereal, litros de agua y manojos de bananas, una bolsa de deliciosas manzanas rojas acabadas de cosechar y dos solitarios colinabos, unas coles que parecen ser extraterrestres. Un grupo del barrio ha organizado un sistema para llevar comida caliente todas las tardes: tilapia con papas asadas; arroz con habichuelas guisadas y carne a la parrilla; pollo asado con zanahorias cocidas y huevos hervidos. Una salvadoreña le pinta las uñas a Amanda. Una judía ya mayor le lava la ropa a la familia. Los vecinos le han ofrecido a Amanda masajes y Reiki sin costo alguno. Una vez, el grupo musical de una iglesia visitante dio una serenata.
Un miembro de la congregación recuerda que Amanda comentó una vez, en una reunión de estudio bíblico, que toda su vida había sido generosa con otras personas—y que ahora, de repente, esa generosidad estaba regresando a ella.
Por las noches, Amanda suele sentarse alrededor de la mesa de la cocina con unas cuantas mujeres del barrio. Miran escenas cómicas de la animadora dominicana Francisca Lachapel, comparten recetas y consejos de salud, hablan sobre las últimas noticias, los pormenores de la vida dentro de la iglesia y los eventos sísmicos de afuera: a David le dio fiebre anoche; Amanda no pudo dormir, otra vez; soltaron a la niña de diez años que la Migra había arrestado en Texas. Unas rosas amarillas adornan la mesa. Daniela y Dulce se tumban en el piso de madera pulida que estuvo, hasta hace poco, cubierto por una vieja alfombra sucia, y pintan y dibujan o construyen volcanes en erupción con una mezcla de vinagre, bicarbonato de sodio y colorante de comida.
Pero, aunque Amanda haya encontrado una comunidad en su nuevo hogar—aunque haya inspirado a un grupo de mujeres a formar una comunidad a su alrededor—ella añora poder regresar a Long Island y a su familia. Por el día, mientras Dulce y Daniela están en la escuela y David duerme, ella suele pasarse horas mirando viejas fotos de su vida antes de la iglesia.
“Bien lindo, el niño”, dice al mirar una foto del hijo de su primo en Facebook. El niño tiene tres años. Cuando le preguntan si lo ha conocido en persona, Amanda niega con la cabeza. “Nació cuando yo estaba aquí”.
El 9 de noviembre de 2016, un día después de que Donald Trump fuera electo, la compañía con las ganancias más grandes en la bolsa de valores fue Corrections Corporation of America (ahora llamada CoreCivic), uno de los contratistas más grandes en Estados Unidos. Los inversionistas apostaban a que la promesa de campaña de Trump, emprender una nueva ronda de deportaciones masivas, crearía un boom para la industria carcelaria privada. Tenían razón. Durante los primeros nueves meses de 2017, los agentes de ICE arrestaron a casi 100.000 personas—un aumento de 43 por ciento para el mismo período el año anterior. En abril, ICE le otorgó a GEO Group un contrato de $110 millones para construir un nuevo centro de detención de inmigrantes en Conroe, Texas, con mil camas y fines de lucro. Y, ahora, está proponiendo contratar compañías para construir centros nuevos en Chicago; Detroit; Salt Lake City; St. Paul, Minnesota.
Una de las formas en que la administración de Trump ha incrementado las detenciones es enfocándose en inmigrantes indocumentados, como Amanda, que se consideraban de baja prioridad para la deportación bajo el presidente Obama, aunque sí tenían que tocar base periódicamente en “citas” con agentes de inmigración.
En julio, Amanda tuvo su primera cita programada con ICE bajo el presidente Trump. Ella había tenido que asistir a estas citas desde 2012, cuando le mostró su pasaporte guatemalteco a la policía después de haber estado en un accidente de carro como pasajera. (Los inmigrantes indocumentados entonces no podían—y aún no pueden—obtener licencias de conducir en el estado de Nueva York.)
A raíz de esta interacción, surgió que Amanda tenía una orden de deportación, la cual había sido expedida—sin el conocimiento de ella—en 2004, poco después de que ella hubiera cruzado la frontera de Estados Unidos y México y la detuvieran cerca de Harlingen, Texas. En aquel entonces, ella tenía 20 años de edad y estaba huyendo de amenazas de secuestro en Guatemala. Amanda recuerda que ninguno de los agentes federales le hizo una “entrevista de temor real” (también conocida como “entrevista de miedo creíble”), el primer paso en el proceso para solicitar asilo. Lo único que ella recibió, dice, fue un catarro terrible—resultado del frío en el centro de detención, dice—y una notificación en inglés para comparecer ante el tribunal de inmigración. En lugar de eso, ella se marchó al norte de nuevo, primero para estar con su hermana en Maryland y, después, para establecerse en Nueva York.
Desde el accidente de carro, Amanda ha asistido por años, y sin incidente alguno, a todas sus citas. Pero el pasado mes de julio, a diferencia de los últimos cinco años de citas, los agentes de inmigración le dijeron que regresara con un pasaje de ida a Guatemala.
“Faltaban dos semanas para decidir qué hacía yo”, dice Amanda. Ella trabajaba en una fábrica de cuerdas de guitarra y chelo. Todos sus hijos se estaban criando aquí, seguros y felices. Y, mientras tanto, en Guatemala habían asesinado a uno de sus primos a principios del verano.
“Me preguntaban mis amigos: ‘Amanda, ¿qué va a hacer usted?’, ‘¿Qué va a hacer usted con su caso?’, ‘¿Qué va a hacer?’”, cuenta Amanda. “’Dios tiene la última palabra’, les decía yo”.
Fue entonces cuando una amistad cercana le informó sobre la Coalición Nuevo Santuario de la Ciudad de Nueva York.
Una noche, después de que los niños se han quedado dormidos, Amanda mira en YouTube unos videos viejos de Elvira Arellano, una mujer que buscó refugio junto con su hijo de siete años en una iglesia santuario de Chicago en 2006, después de haber sido amenazada con ser deportada a México por trabajar como empleada de la limpieza en el aeropuerto O’Hare con un número falso de Seguro Social. Arellano estuvo entre las primeras personas que buscaron refugio públicamente en décadas, y su lucha ayudó a inspirar el lanzamiento de la Coalición Nuevo Santuario de la Ciudad de Nueva York, así como el de otros grupos santuario en ciudades a lo largo de Estados Unidos.
Amanda empieza a leer en voz alta los comentarios escritos en español debajo de los videos.
“Mira”, dice. “La gente diciendo, ‘Esta mujer solo viene de la pared como cucaracha’”.
Ella continúa leyendo en voz alta:
“’Que la deporten a México’”.
“’¿Quién es esta vieja orgullosa?’”.
“’¡Que viva Trump! Estos ilegales se roban las identidades y no pagan impuestos…’”.
“Así es conmigo también”, dice Amanda.
Cuando por primera vez Amanda consideró buscar refugio en un santuario, miraba las entrevistas de Elvira Arellano y se preguntaba si ella podría aguantar algo así.
“Es muy difícil para mí estar enfrente de las cámaras”, dice Amanda. Ella recuerda la primera conferencia de prensa, apenas horas después de mudarse a la iglesia. “Yo me asusté tanto cuando vi todos los periodistas”, dice. “Nunca me imaginé que esto iba a ser así”.
Desde entonces, Amanda ha salido de la iglesia en contadas ocasiones. Una vez, tuvo que salir a hacerse una endodoncia. En otra ocasión, se escabulló brevemente al estacionamiento para sentir en su piel la primera nevada de invierno. Ella casi nunca ve la luz del sol directamente, y nunca ha visto la nueva escuela elemental de sus hijas.
“Creo que, no sé, me imagino que he estado psicológicamente yo enferma”, dice. “De estar encerrada. Siento que no puedo respirar. Siento que no me da ya la respiración. Quisiera gritar. Quisiera sentirme libre. No tener ni una preocupación”, dice.
Aunque Amanda logre abrir un caso de asilo y eventualmente se lo concedan, su futuro es incierto. “Voy a ver si puedo andar por las calles”, dice, “o si siempre me dirán, ‘Oh, tú eres la muchacha que salió en la televisión. La que peleaste’”.
En noviembre, justo antes del Día de Acción de Gracias, un par de cantantes visitan a Amanda, invitados por un voluntario. Son dos miembros de la Renovación Carismática Católica, un movimiento parecido al cristianismo pentecostal que Amanda practica en su vida fuera de la Iglesia Santa Cruz.
El cantante principal, William Castro, trae consigo pollo de Pollo Campero, una popular cadena de restaurantes que comenzó hace casi cincuenta años en Guatemala.
“Dicen que, antes de que Campero abriera aquí, todo el mundo lo compraba en Guatemala o El Salvador y se lo traía en el avión a Estados Unidos”, dice Castro.
Después de comer, Castro y su guitarrista empiezan a afinar sus instrumentos.
“Me relaciono mucho con tu historia porque yo también vine aquí. Crucé la frontera”, le dice a Amanda.
Él explica que hace muchos años, en El Salvador, aprendió una canción que recordó mientras se preparaba para visitar a Amanda. Se trata de la travesía de José y María por Belén en busca de un lugar donde traer a Jesús al mundo y el establo donde, finalmente, se resignan a acomodarse.
“María sabía que este no era el lugar donde se iba a quedar”, dice. “Iba a ser un medio, un testimonio, marcado en la historia”.
Y empieza a cantar:
Si soy fiel en lo poco
Él me confiará más.
Si soy fiel en lo poco
Mis pasos girarán.
David lleva toda la noche enfermo, llora y está irritable. No es sino después de media docena de canciones más que por fin se queda dormido, acurrucado en los brazos de Amanda.
“Hay algo en lo que creo mucho, y es en la oración personal y en la oración en comunidad”, dice Castro a la vez que deja de tocar su instrumento por un momento. “Quiero pedirles a todos que oremos por Amanda, [. . .] vamos a pedirle a Dios que su presencia inunde a ella”.
Cuando Castro empieza a cantar de nuevo, Amanda cierra sus ojos y se mece lentamente con David tendido sobre su regazo. La voz de Castro es seria, las canciones son lentas y relajantes.
“A veces se tarda su tiempo”, dice Castro al terminar su última canción. “Pero hay que seguir creyendo”.
“Usted sabe que uno es un ser humano”, dice Amanda en voz baja, “y, aunque tenga fe, la fe desmaya”.
“Aunque desmaye, hay que levantarse y seguir creyendo en Dios”, contesta Castro.
Amanda afirma con la cabeza, pero se ve cansada.
Dos meses después, a principios de enero, Amanda, Dulce, Daniela y alrededor de una docena de miembros de la congregación, junto con sus hijos, se reúnen en una pequeña habitación de la iglesia para celebrar el tercer cumpleaños de David. Él es un niño tranquilo y robusto, cuya seria expresión le hace ver como la pequeña versión de un hombre adulto. Amanda se enteró de que estaba embarazada con él cuando, en 2014, una mujer en su iglesia pentecostal le tocó el estómago y le dijo que Dios le estaba enviando una bendición.
En los últimos cinco meses, David se ha vuelto cada día más inseguro, siempre aferrándose a las piernas de Amanda o exigiendo que lo acurruque en sus brazos, lo cual ella interpreta como un resultado de la incertidumbre de vivir en un santuario. “Todo el día se lo pasa conmigo. No se despega de mí”, dice Amanda. Pero esta tarde, él parece estar tan asustado por tanta atención y tantas fotos de cumpleaños, que se pasea por toda la habitación solo, sin perder de vista a la piñata y las bolsas de dulce que están sobre la mesa.
Los demás niños—o, mejor dicho, niñas; son todas niñas—se juntan en pares para jugar juegos de manos, los cuales terminan en risas cuando una de las niñas no puede sostener el paso frenético de las palmadas o de la acompañante rima. Daniela, toda brazos y piernas y pelo largo y negro, corre por todos lados, tan incontrolablemente como siempre. Hasta Dulce, cuya voz pocas veces supera un suspiro, está gritando.
Todo es de Mickey Mouse—el favorito de David. Un voluntario llena la piñata con dulces y la cuelga de un tubo en el techo con un desechado cable de internet. Los adultos ordenan las sillas en dos filas y las niñas empiezan a dar vueltas a su alrededor. Daniela sujeta con fuerza la mano de David y lo hala para que se siente en una silla cada vez que se detiene la música porque, como explica ella después, “él no sabe cómo se juega”. Finalmente, solamente quedan David y su amiga Arlyn en el juego. Cuando la canción se detiene, la delgada Arlyn, con su ondulado cabello recogido en una cola de caballo, se hace a un lado y deja que David se tumbe sobre la única silla restante.
Es el tercer cumpleaños que la familia celebra en la iglesia; Amanda cumplió 34 hace unas semanas, y Dulce cumplió 10 en octubre. A pesar de las fiestas, todo el mundo espera que la Junta de Apelaciones de Inmigración le otorgue a Amanda el derecho a abrir nuevamente su caso de asilo antes de que sea ocasión de celebrar un cuarto cumpleaños. El cumpleaños de Daniela no es sino hasta el verano, y lo único que ella pidió de regalo de Navidad fue que ella y su familia estuvieran en casa para celebrar cuando le tocara cumplir nueve años.
Pero hoy, aunque sea solo por esta noche, el futuro, con todas sus interrogantes e incertidumbre, se siente un poco menos pesado.
“El cumpleaños de David fue bien divertido”, escribe Dulce unas semanas después en la computadora de la familia. Ella y su hermana acaban de comerse unos trozos de pollo empanado, y ella permanece, sentada, en la mesa de la cocina. Ya va por la parte seis de la historia de su vida. “Fue bien divertido porque los niños se sintieron dueños de la fiesta”.
Este es el primer episodio de una serie en curso sobre Amanda Morales, sus hijos y su vida en santuario. Los autores han seguido su historia desde agosto, después de conocer a Amanda a través de activistas de derechos de inmigrantes (divulgación íntegra: la fotógrafa Cinthya Santos Briones está casada con uno de los fundadores del Movimiento Nuevo Santuario), y han presenciado momentos tanto felices como difíciles, de desesperación y resiliencia, de frustración y esperanza. El próximo episodio tratará sobre la historia que ha escrito Dulce, e incluirá fotografías de cómo se ve el santuario a través de los ojos de una niña.